sexta-feira, 6 de maio de 2016


Os cidadãos e a gramática


Maria Regina Rocha, Público, 4 de Maio de 2016

Talvez não tenha sido muito feliz a criação do termo «igualdade de género», pois as pessoas não são palavras, sendo mais adequada a expressão «igualdade de direitos, deveres e garantias entre sexos», e, quanto ao «Cartão de Cidadão», esta designação naturalmente que engloba todo e qualquer cidadão.

Recentemente, tem sido objecto de discussão a denominação do Cartão de Cidadão, documento por meio do qual, em Portugal, se procede à identificação das pessoas, verificando-se em diversos artigos, e invocando-se a «igualdade de género», alguma confusão entre sexo e género, pelo que talvez valha a pena distinguir estes dois conceitos e explicar como funciona a língua portuguesa (e respectiva gramática) no que diz respeito à designação dos seres e das pessoas em geral.

Como ponto prévio, convém referir que o signo linguístico é arbitrário, o que significa, genericamente, que a designação de um determinado objecto, ser, fenómeno, etc., obedece a alguma convenção, variando de língua para língua. Observe-se, por exemplo, que «o mar» (palavra do género masculino em português) corresponde a «la mer» (feminino em francês) e a «the sea» (sem género em inglês) e que «uma criança» (palavra do género feminino em português, independentemente do sexo da criança em causa) corresponde a «un enfant» (palavra masculina em francês) e a «a child» (palavra sem género em inglês): como se vê, palavras diferentes e de diferentes géneros para designar a mesma realidade.

Assim, é conveniente distinguir sexo de género gramatical.

O sexo diz respeito a características morfológicas das pessoas e de outros seres vivos. Um género gramatical é um conjunto de palavras que seguem determinadas regras de concordância, distintas das dos outros géneros. Há línguas em que existe em alguns domínios uma relação entre género e sexo, mas não absoluta nem determinante (o caso da nossa), outras em que não há qualquer relação entre género e sexo; outras, raras, em que existe uma relação exacta; muitas em que o género está relacionado com outros factores (animado ou inanimado; metal, madeira ou pedra...), e mesmo algumas em que não existe sequer género.

Em português, muitos dos substantivos que designam um ser animado têm um género que corresponde a uma distinção de sexo (exemplos: o menino, a menina; o gato, a gata), mas muitos outros há em que tal não se verifica, quer no que diz respeito aos animais, quer no que diz respeito às pessoas.

Efectivamente, embora haja nomes de animais que têm masculino e feminino (o coelho, a coelha; o cavalo, a égua…), muitos dos substantivos que designam animais têm apenas uma forma (masculina ou feminina) para os dois sexos. São os substantivos epicenos, de que são exemplo a borboleta, a foca, a girafa, a serpente, o milhafre, o sapo, o tubarão…

Passando às palavras que designam pessoas, notamos que muitas delas têm a marca de género correspondente ao sexo, ou por meio do uso de uma palavra diferente consoante o sexo (exemplos: homem, mulher; pai, mãe), ou marcando-se a palavra feminina com um morfema próprio (exemplo: professor, professora). Há, no entanto, um certo número de substantivos, chamados «comuns de dois» e outros «sobrecomuns», que não têm essas marcas. Os «comuns de dois» são aqueles que têm a mesma forma para o masculino e para o feminino, sendo apenas o artigo que indica se nos estamos a referir a uma pessoa do sexo feminino ou do sexo masculino (exemplos: o artista, a artista; o colega, a colega; o presidente, a presidente). Os «sobrecomuns» são aqueles que têm um só género gramatical, não se distinguindo nem sequer pelo artigo (exemplos: a testemunha, o cônjuge, a vítima), verificando-se apenas pelo contexto, quando necessário, qual o sexo da pessoa. Este último caso acontece porque não importa aqui marcar a distinção de sexo: o que importa é a condição ou a situação da pessoa, e não a diferença de sexo.

De referir, ainda, que, na sua maior parte, as palavras quer de um género quer do outro se referem a objectos ou a seres vivos de qualquer sexo (lagarto, salgueiro...), não havendo nenhum tipo de critério nessa distribuição.





domingo, 1 de maio de 2016


Robert Spaemann assegura: Amoris laetitia

rompe com a encíclica Veritatis Splendor



João Paulo II teve-o como conselheiro. Bento XVI aprecia-o como amigo. É considerado o filósofo alemão católico mais importante das últimas décadas: Robert Spaemann. Numa entrevista exclusiva à CNA alemã, o professor emérito de filosofía expressa a sua leitura de Amoris Laetitia de Bergoglio.

Profesor Spaemann, usted ha acompañado con su filosofía los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Muchos creyentes hoy en día discuten si la exhortación post-sinodal «Amoris Laetitia» de Francisco puede ser leída en continuidad con las enseñanzas de la Iglesia y de estos papas.

Para la mayor parte del texto es posible, a pesar de que su línea da lugar a conclusiones que pueden no ser compatibles con las enseñanzas de la Iglesia. En cualquier caso, el artículo 305, junto con la nota 351, que establece que los fieles «en una situación objetiva de pecado» pueden ser admitidos a los sacramentos «debido a circunstancias atenuantes» contradice directamente el artículo 84 de la «Familiaris Consortio» de Juan Pablo II.

¿Qué deseaba Juan Pablo II?

Juan Pablo II declara la sexualidad humana «símbolo real de la donación de toda la persona» y «sin ninguna limitación temporal ni de ningún tipo». El artículo 84 dice, entonces, con toda claridad que los divorciados vueltos a casar, si desean acceder a la comunión, deben renunciar a los actos sexuales. Un cambio en la práctica de la administración de los sacramentos por tanto no sería un «desarrollo» de la «Familiaris Consortio», como dijo el cardenal Kasper, sino una ruptura substancial con su enseñanza antropológica y teológica sobre el matrimonio y la sexualidad humana.

La Iglesia no tiene el poder, sin que haya una conversión previa, de juzgar positivamente unas relaciones sexuales desordenadas, mediante la administración de los sacramentos, disponiendo anticipadamente de la misericordia de Dios. Y esto sigue siendo cierto, sin importar cuál sea el juicio sobre estas situaciones, tanto en el plano moral como en el plano humano. En este caso, como en la ordenación de mujeres, la puerta está cerrada.

¿No se podría argumentar que las consideraciones antropológicas y teológicas que usted ha mencionado tal vez sean verdaderas, pero que la misericordia de Dios no está sujeta a estos límites, sino que se conecta a la situación concreta de cada persona?

La misericordia de Dios está en el corazón de la fe cristiana en la Encarnación y la Redención. Ciertamente, Dios mira a cada persona en su situación particular. Él conoce a cada una de las personas mejor que lo que ella se conoce a sí misma. La vida cristiana, sin embargo, no es un entrenamiento pedagógico en el que uno se mueve hacia el matrimonio como un ideal, como «Amoris Laetitia» parece sugerir en muchos pasajes. Todo el ámbito de las relaciones, especialmente las de naturaleza sexual, tiene que ver con la dignidad de la persona humana, con su personalidad y libertad. Tiene que ver con el cuerpo como «templo de Dios» (1 Cor 6,19). Cualquier violación de este ámbito, aunque se haya vuelto frecuente, es, pues, una violación de la relación con Dios, a quien los cristianos se saben llamados; es un pecado contra su santidad, y tiene siempre y continuamente necesidad de purificación y conversión.

La misericordia de Dios consiste precisamente en que esta conversión se hace posible continuamente y siempre de nuevo. La misericordia, desde luego, no está vinculada a determinados límites, pero la Iglesia, por su parte, está obligada a predicar la conversión y no tiene el poder de superar los límites existentes mediante la administración de los sacramentos, haciendo así violencia a la misericordia de Dios. Esto sería orgullosa arrogancia.

Por lo tanto, los clérigos que se atienen al orden existente no condenan a nadie, sino tienen en cuenta y anuncian este límite hacia la santidad de Dios. Es un anuncio saludable. Acusarlos injustamente, por esto, de «esconderse detrás de las enseñanzas de la Iglesia» y de «sentarse en la cátedra de Moisés... para lanzar piedras a la vida de las personas» (art. 305), es algo que no quiero ni comentar. Se debe notar, sólo de pasada, que aquí se utiliza, jugando con una deliberada interpretación errónea, ese pasaje del Evangelio. Jesús dice, de hecho, sí, que los fariseos y los escribas se sientan en la cátedra de Moisés, pero hace hincapié en que los discípulos deben practicar y observar todo lo que ellos dicen, pero no deben vivir como ellos (Mt 23: 2).

El Papa quiere que no nos centremos en las frases individuales de su exhortación, sino que se tenga en cuenta todo el trabajo en su conjunto.

Desde mi punto de vista, centrarse en los pasajes antes citados está totalmente justificado. Delante de un texto del Magisterio papal no se puede esperar que la gente se alegre por un hermoso texto y disimule como si nada ante frases cruciales, que cambian la enseñanza de la Iglesia. En este caso sólo hay una clara decisión entre el sí y el no. Dar o negar la comunión: no hay término medio.

Francisco en su escrito enfatiza repetidamente que nadie puede ser condenado para siempre.

Me resulta difícil entender lo que quiere decir. Que a la Iglesia no le es lícito condenar a nadie personalmente, y mucho menos eternamente – lo cual, gracias a Dios, ni siquiera puede hacer – es claro. Pero, cuando se trata de relaciones sexuales que contradicen objetivamente el orden cristiano de la vida, entonces realmente quisiera que el Papa me dijera después de cuánto tiempo y bajo qué circunstancias un comportamiento objetivamente pecaminoso se convierte en una conducta agradable a Dios.

Aquí, entonces, ¿se trata realmente de una ruptura con la enseñanza tradicional de la Iglesia?

Que se trata de una ruptura es algo evidente para cualquier persona capaz de pensar que lea los textos en cuestión.

¿Cómo se ha podido llegar a esta ruptura?

R. – Que Francisco se coloque en una distancia crítica respecto a su predecesor Juan Pablo II ya se había visto cuando lo canonizó junto con Juan XXIII, cuando se consideró innecesario para este último el segundo milagro que, en cambio, se requiere canónicamente. Muchos con razón han considerado esta opción como manipulación. Parecía que el Papa quisiera relativizar la importancia de Juan Pablo II.

El verdadero problema, sin embargo, es una influyente corriente de la teología moral, ya presente entre los jesuitas en el siglo XVII, que sostiene una mera ética situacional. Las citas de Tomás de Aquino referidas por el Papa en «Amoris Laetitia» parecen apoyar esta línea de pensamiento. Aquí, sin embargo, pasa por alto el hecho de que Tomás de Aquino conoce actos objetivamente pecaminosos, para los que no admite excepción vinculada a las situaciones. Entre éstas se incluyen comportamientos sexuales desordenados. Como había hecho ya en los años cincuenta el jesuita Karl Rahner en un ensayo que contiene todos los argumentos esenciales, válidos aún hoy, Juan Pablo II rechazó la ética de la situación y la condenó en su encíclica «Veritatis Splendor».

«Amoris Laetitia» también rompe con esta encíclica. En este sentido, pues, no hay que olvidar que fue Juan Pablo II quien dedicó su pontificado a la misericordia divina, le dedicó su segunda encíclica, descubrió en Cracovia el diario de Sor Faustina y, más tarde, la canonizó. Él es su intérprete auténtico.

¿Qué consecuencias ve usted para la Iglesia?

Las consecuencias ya se pueden ver ahora. La creciente incertidumbre y la confusión: desde las conferencias episcopales al último sacerdote en la selva. Hace sólo unos días un sacerdote del Congo me expresó toda su perplejidad frente a esto y frente a la falta de una orientación clara. De acuerdo con los pasajes correspondientes de «Amoris Laetitia», en presencia de «circunstancias atenuantes» no definidas, pueden ser admitidos a la confesión de los demás pecados y a la comunión no sólo los divorciados y vueltos a casar, sino todos los que viven en cualquier «situación irregular», sin que deban esforzarse por abandonar su conducta sexual y, por tanto, sin confesión plena y sin conversión.

Cada sacerdote que se atenga al ordenamiento sacramental previo podría sufrir formas de intimidación por parte de sus fieles y ser presionado por su obispo. Roma ahora puede imponer el requisito de que sólo sean nombrados obispos los «misericordiosos», que estén dispuestos a suavizar el orden existente. Con un trazo el caos ha sido erigido como principio. El Papa debería haber sabido que con esa medida divide la Iglesia y abre la puerta a un cisma. Este cisma no residiría en la periferia, sino en el corazón mismo de la Iglesia. Dios no lo quiera.

Una cosa, sin embargo, parece segura: lo que parecía ser la aspiración de este pontificado – que la Iglesia superara su autoreferencialidad para salir al encuentro de las personas con un corazón libre – con este documento papal se aniquiló por tiempo indefinido. Se puede esperar un impulso secularizador y un nuevo descenso en el número de sacerdotes en muchas partes del mundo. Se puede comprobar fácilmente, desde hace tiempo, que los obispos y diócesis con una actitud inequívoca en materia de fe y moral tienen el mayor número de vocaciones sacerdotales. Hay que tener en cuenta aquí lo que escribe San Pablo en su carta a los Corintios: «Si la trompeta da un sonido incierto, ¿quién se preparará para la batalla?» (1 Cor 14: 8).

¿Qué va a pasar ahora?

Cada cardenal, pero también cada obispo y sacerdote está llamado a defender en su propio campo el orden sacramental católico y profesarlo públicamente. Si el Papa no está dispuesto a hacer correcciones, le tocará al siguiente pontificado poner oficialmente las cosas en su sitio.


Traducido al español por InfoCatólica

Texto original em CNA